Llueve.
Con su cansina cantinela
el repiqueo de las gotas de lluvia
que topan con el suelo,
o con los charcos que se van formando,
forman a su vez una canción repetitiva,
machacona, que hace que mi mente
se llene de melancolía,
y de repente,
me dé cuenta de que no estás
y me muero de ganas de que estés,
aquí y ahora, conmigo.
Los cristales se empañan,
y yo me empeño
en empeñar mi corazón,
porque no es escuchado por el tuyo.
Triste y alicaído,
con el alma desquiciada de dolor,
de un dolor lacerante
que hace que esté expectante,
mirando por encima de mis gafas,
con vista cansada,
si puedo tener el honor
de poder demostrarte mi amor.
Sigue lloviendo y los cristales,
como tales, siguen empañados,
y me empeño en hacer dibujitos
con mis dedos, con mis manos, con mi alma.
Primero sin pensar, en plan abstracto,
después esos dibujos ilegibles
se transforman por arte de magia
en corazones, en tu nombre
y en tu número de teléfono.
Se transforman en las razones
que alimentan mi alma
para seguir viviendo.
Parece que escampa.
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